viernes, 14 de agosto de 2009

El destino

Si la vida atravesara una piedra en cada uno de los senderos que decidiésemos tomar. ¿Cómo podríamos saber cual es el correcto? Al fin y al cabo en todos terminaríamos cayendo. Al fin y al cabo nos sentiríamos traicionados por la vida misma, en la cual tanto confiábamos, la que nos pintó lienzos de tantos colores, la que nos hizo saborear el gusto de remontar vuelo y que derepente, tiñe de negro la certidumbre y arranca las alas que nos había dado. Y lo peor es que mientras más alto hemos volado, más dura es la caída, o al menos eso dicen.
Y yo sí que volé alto. Tanto tiempo volé… solía regocijarme con el dulce viento de los buenos tiempos y con el vértigo del amor, los límites eran los que la imaginación imponía… yo estaba tan viva que nadie podría haberme dicho jamás que yo no era la vida misma, que en mi cuerpo no era donde se entretejían los afanes del destino y que mis sensaciones no eran el reflejo del alma de la humanidad. Simplemente no le habría creído, porque en mi pecho ardía la impaciencia de planear, de probar todos los caminos, de hacerme conciente de la realidad magnifica que me había tocado vivir. Volaba tan alto en aquellos días, en los días en los que creía que hasta el más sagrado trato podría sellarse con un beso…
Pero el destino, aquel destino que yo comandé en algún tiempo, se fue salvaje, a las manos de alguien más, de un desconocido, de un perfecto extraño que supo hacerse de él mejor que yo, con una simple mirada de sus despiadados ojos. Yo había dejado que una de las posesiones que me hacía dueña de la Vida, se escapara de mis manos, cómo la arena rebelde, incapaz de contenerse entre mis temblorosos dedos. Y ahora él poseía algo que me había sentido orgullosa de tener. Ahora él me arrebataba el Destino. Se llevaba mi destino y con él mis colores, mis alas, mi vuelo. Mi mundo quedó reducido a negrura, y a dolor. El dolor de la caída a la cual nunca había temido.
En dos ocasiones puede hablar con el extraño.
Un día lo reconocí, caminando abiertamente y con descaro por los corredores de mi vida. Llenándome de valor, fui hacia él y le exigí que me lo devolviera, pero simplemente se negó, casi con tanta desfachatez como la que precisaba para encontrarse donde se encontraba. De modo que cuando volví a encontrarlo, me sentí minúscula, disminuida por su insolencia y mi pedido fue sólo un susurro, una súplica de quien se ha resignado a aceptar una realidad. Aún así noté que lo que le pedía era mucho más pretencioso que lo anterior:
- Compartámoslo.
Rió ante mi anhelo, dio media vuelta y se marchó por uno de los oscuros pasillos de mi vida, con frescura, sabiéndose dueño inmemorial del lugar.
¿Qué podría yo hacer, ante tal abrumadora presencia?
Nada, esperar a que la vida decidiera volver a mí, a que regresara para desleírse conmigo en sólo ser y que devolviera mis colores y mi vuelo.
Hasta entonces, permaneceré aguardando por ella, escondiéndome en estos corredores y suspirando ante el paso de aquel extraño, el que con un fogonazo de su mirada se hizo, temo que para siempre, dueño de mi destino.

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